Una mirada inquietante-Desde que acabó el curso, en junio, la larva de libélula que habitaba en uno de los acuarios del departamento de Ciencias está en mi casa pasando el verano.
-La trasladé en su acuario, con las algas y el mismo sustrato, algo sucio, que se había acumulado en el fondo del acuario. Esto lo hice para que no sufriera traumas térmicos ni se contaminara con aguas tratadas con cloro, no aptas para acuarios, además de mimarla con algunos otros detalles de confort.
-Por supuesto, a ella le pareció de lo más normal este traslado, puesto que ya había sufrido otro más drástico cuando fue capturada en su charca, allá por el mes de diciembre. Después de haber aguantado durante varios meses los envites de la muchachada de la ESO, la tranquilidad de la estancia donde fue alojada se le hacía lo más parecido al paraíso de las larvas.
-El caso es que se encontraba sola. Nada turbaba su apacible inactividad salvo mi presencia durante algunos ratos a la semana para tareas de limpieza del acuario y el conveniente suministro de alimento. Caracoles machacados y otras lindezas constituían su menú semanal. Un día llegué con unos cuantos renacuajos que de casualidad se habían cruzado conmigo en una excursión al monte y que se convirtieron de la noche a la mañana en la despensa viva de su principal enemigo: la terrible larva de libélula.
-Así fueron pasando las semanas y la larva ahora ya me conoce. Sabe que cuando me acerco es buen síntoma, ha llegado la hora de comer. En el primer momento, cuando ve una sombra, mi sombra, cernerse sobre el acuario, se oculta para no ser vista girándose hacia la parte inferior del palito que le hace de percha. Sus movimientos son lentos pero precisos. Después, al agitarse el agua con la llegada del renacuajo al acuario, empieza la caza. Este animal es un típico predador al acecho. Cuando ha localizado al incauto renacuajo, se aproxima lentamente, la mirada fija, las patas avanzando de manera casi imperceptible, hasta que la distancia es la correcta para lanzar el ataque final. Entonces, !zas! .
Casi nunca yerra el golpe. Aunque a veces, cuando el hambre le hace ser no tan metódica en la técnica de caza, la presa se le escapa en el último momento con un movimiento espasmódico. No importa, la próxima vez caerá.
-Últimamente la larva está algo agitada, tal vez porque se le acaba el tiempo. Quizá teme no poder hacer la metamorfosis antes de que empiece el curso y que la lleve de nuevo al instituto.
-Cuando me acerco al acuario, a veces creo que ya se ha ido, cuando no la distingo en un primer vistazo. Pienso que se ha transformado en una preciosa libélula roja y ha desparecido por la ventana abierta… . Pero entonces veo sus grandes ojos fijos en mí a través del cristal del acuario. Me mira, me interroga: ¿qué vas a hacer conmigo?
-Entonces pienso en cómo hubiera sido su vida en la charca donde la cogí. Probablemente no habría llegado hasta este estadio de larva avanzada. Habría sido presa de algún otro animal. Aquí ha estado protegida por mi, alimentada por mí.
-Me debe un respeto, una consideración por lo menos. No esa mirada altanera que me fulmina cuando me acerco.
-En fin, tendré que resignarme a que este animal, al que le he tomado un cierto grado de cariño, esto no lo voy a negar, me dirija esa mirada tan inquietante, tan salvaje…, la mirada con que me anuncia su próxima e inevitable libertad.
Susana Fajarnés